viernes, 13 de octubre de 2017

La ciudad herida

Sabía que no era albañil, -o quién sabe, tal vez sí-, iba durmiendo,  lo miró detenidamente,  llevaba todavía puesto un casco amarillo, con algo que parecía una lámpara, vestía pantalón de mezclilla, camisa de manga larga que algún día fue blanca, y un chaleco negro. Botas como de minero, bastante estropeadas.

 A pesar de que había varios asientos desocupados, se sentó enfrente, sus rodillas rozaron las de él. Miró su rostro cubierto  de polvo, le calculó unos 24 años de edad. Se veía notablemente cansado. Sus manos sostenían una mochila donde sobresalían los mangos de un martillo y una pequeña pala. Había grietas y un poco de sangre en la piel rasgada, varios sentimientos se fundieron en su interior, compasión, vergüenza, respeto y ternura. De pronto la invadió una inmensa sensación de ternura.

El abrió los ojos, sintió esa mirada sobre los suyos y dijo “hola”.
-       Hola, le respondió, ¿Día pesado el de hoy? preguntó.
-       Más o menos, dijo.  ¿Qué hay del tuyo?
-       Nah,  lento, nada, voy a casa.

La miró de reojo, blusa roja escotada, una pequeña falda negra que apenas cubría sus muslos, aunque el maquillaje la hacía verse más grande, le calculó unos 23 años. Se veía cansada, pero la sonrisa pintada de rojo carmín en los labios la hacía verse más reanimada. Llevaba un collar  y aretes plateados. En el regazo sostenía una pequeña bolsa negra, de mano.  “Manos delicadas”, pensó. Las uñas bien cuidadas. De su cuello emanaba un delicado perfume.

-       ¿En cuál estuviste? Le preguntó.
-       En el edificio de la calle Ámsterdam, todo se cayó. Hoy rescatamos una persona viva y dos que ya habían muerto.
-       Yo hubiera querido ayudar, pero tengo que trabajar. Tengo dos hijas que alimentar.
-       De alguna manera todos ayudamos. Todos hacemos algo. Unos donde cayeron edificios, otros desde su lugar. Tú también estás ayudando.
Lo miró con la ternura que aún perduraba y sonrió.
-       La siguiente es mi estación. Ahí me bajo. Tú, ¿hasta dónde vas?
-       Hasta la estación Nopalera, ahí tienes tu casa, aunque ahorita no tenemos ni luz, ni agua.
-       Si quieres puedes pasar a mi casa a darte un baño, para que descanses. Sería mi manera de ayudar. Todos de alguna manera hacemos algo.

No dijo nada pero aceptó. Al detenerse el vagón del metro la siguió a la salida. Caminaron dos cuadras y se detuvieron frente a una casa con puerta de metal. Metió la llave a la cerradura y giró la perilla.

-       En esta casa vivimos con mis papás, le dijo. Mi esposo nos abandonó hace dos años.
Le dio una toalla y señaló el baño.
-       Voy a dar el beso de las buenas noches a mis hijas, dijo y entró a otra habitación.

Al salir del baño, con la tolla atada a la cadera, ella lo esperaba. Había puesto una sábana blanca y almohada sobre la cama.

-       Recuéstate, le dijo. En mi trabajo también damos masajes. Descansarás mejor.
Recorrió la espalda desde el cuello hasta la cintura, esquivó la toalla y masajeó las piernas. Repitió los ejercicios y le pidió se volteara. Recorrió los músculos del pecho, al llegar a la cintura le quitó la toalla que difícilmente ocultaba una erección.
-       Disculpa, le dijo.
-       No te preocupes, sucede a menudo, lo reconfortó.

Acarició el pene suavemente con ambas manos, volvió a recorrer los músculos del pecho, hombros y cuello, se quitó la bata y se recostó junto a su cuerpo tibio. Acarició su pelo y deslizó los dedos de su mano derecha sobre el rostro.
-       Tienes la piel muy quemada, le dijo quedamente.
-       Y eso que me puse bloqueador solar, contestó riendo. ¡De veras! Una chica llevó bloqueador solar al campamento, insistió como si no le creyera.

Tomó su rostro con las dos manos y se acercó para besar sus labios. Recostó la cabeza junto a la de él y cerró los ojos. Imaginó la noche cubriendo como un velo negro la ciudad herida. Abrió los ojos  y él ya dormía, lo besó de nuevo y lo siguió en sus sueños.


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