Estábamos en
la iglesia rezando, y en eso entró una mujer joven, unos 25 años de
edad, muy guapa, vistiendo tacones altos, una blusa casi transparente y una minifalda.
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¿Puedo
quedarme aquí un rato? Preguntó. “Afuera hace frío”.
Todos los
ojos de los feligreses se posaron en ella. Una señora se persignó discretamente.
San Francisco de Pádua, en la sierra sinaloense tiene unos 100 habitantes y
casi la mitad de ellos asisten a misa los sábados en la tarde. Los domingos el
padre oficia misa en una ranchería más grande. Y efectivamente, esa tarde hacía un frío que calaba los huesos.
- -
Sí.
Tome asiento, le dije al ver que nadie le respondía.
La mujer se
sentó en una banca y comenzó a rezar en silencio, como los otros. A los pocos
minutos de haber entrado, se escucharon fuera de la iglesia gritos, ruidos de
autos a gran velocidad y motores rugientes. Me levanté de mi asiento y cerré la
puerta.
“A esta
mujer la persiguen los narcos” pensé. ¿Qué vamos a hacer cuando lleguen por
ella?
La mujer
seguía rezando como si nada. Los demás feligreses
atendían la misa con un ojo y con el otro miraban –de reojo- a la
recién-llegada.
Me acerqué
lentamente a ella y le pregunté “¿espera usted a alguien?”. – Ah, sí, me
contestó y sacó un teléfono de su bolsa.
Comenzó a escribir un mensaje de texto. Afuera alguien golpeaba insistentemente
la puerta.
-Ya
llegaron por mí, me dijo. Me levanté y le abrí. La esperaba
una enorme camioneta con las puertas abiertas. Sin mirar hacia atrás se metió a ella.
No volvimos a verla, pero desde ese día ya nunca fue lo mismo en nuestra
iglesia.
Cada sábado esperabamos que se nos apareciera de vuelta.
Cada sábado esperabamos que se nos apareciera de vuelta.
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