viernes, 21 de noviembre de 2014

La Virgen de la Cueva



A Elba se le iluminó la cara con una sonrisa cuando vio las primeras gotas de lluvia caer en su ventana. Se acercó para ver si eran de verdad. No podía creerlo, aún cuando en la radio escuchó al locutor anunciar el pronóstico de lluvia. Hacía más de un año que no llovía en esa región de California donde ella vivía.

Pensó en salir pero, "¿Qué tal si se me agrava esa tos que no me deja dormir en las noches?" pensó. No me importa, se contestó. 

  Fue y abrió la puerta. Quería estar más cerca. Se quitó un zapato y puso el pie bajo el chorro de agua que caía del techo. Se quitó el otro zapato y saltó al patio. Comenzó a bailar y cantar una canción que le enseñó su mamá: “Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, la luna se levanta…” 

Extendía los brazos para sentir las gotas de lluvia caer sobre su cuerpo. Las lágrimas de alegría se fundieron con las gotas de lluvia.  Si alguien me pregunta la definición de felicidad en estos momentos les contestaré: ‘bailar mientras llueve’” pensó para sus adentros.

Seguía cantando cuando abrió el portón y se asomó a la calle. La gente corría portando paraguas. Vio el agua correr a la orilla de la banqueta y se acordó del río de su pueblo. Se puso a brincar en los charcos, y recordó a esa pequeña de 8 años en su natal Sonora. 

“Elba, ya no somos unas chiquillas” le dijo riendo una vecina que se había unido al jolgorio. ¿Qué va a decir la gente de dos viejas de 60 años haciendo estos desfiguros? “Que digan misa”, respondió.

Las dos mujeres siguieron bailando hasta quedar totalmente empapadas. Escurría agua por sus vestidos cuando regresaron a sus casas.

Esa noche Elba durmió plácidamente y  la tos se esfumó por la ventana.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Día de Muertos


Cuando Azucena me dijo por teléfono que estaba lavando huesos no le presté mucha atención. Pensé que había escuchado mal o estaba bañando a alguna mascota.

Al llegar a su casa vi una pila de tibias, peronés y cráneos amontonados en el fregadero. Azucena cepillaba alrededor del hueco ocular de una calavera. “Las autoridades ya no permiten tener panteón en el atrio de la iglesia” me explicó. “La mayoría vino por sus muertitos, pero muchos ya no tienen a nadie”.

¿Qué vas a hacer? Le pregunté. “Los vamos a poner en ataúdes nuevos y a enterrarlos bajo el rubro de ‘Héroes y Heroínas Desconocidos’ en el cementerio nuevo”, me contestó.

Y… ¿Para qué lavarlos? “Es como si se cambiaran de casa, tienen que ponerse guapos y guapas. Los vamos a poner en un ataúd nuevo, -barato- pero nuevo, de madera, como las casas de California.”

El Día de Muertos visité con Azucena el cementerio. Fuimos directo a la sección de “Héroes y Heroínas Desconocidas”. La sección contrastaba con el resto debido a la modestia en los adornos, pero todas las tumbas tenían velas y por lo menos un ramo de flores. Se escuchaba la música de mariachis y trios de norteños en los alrededores. 

En la cruz de una tumba había un pequeño papel con un mensaje escrito a mano: “Zusy, bienvenida a nuestra ‘Housewarming Party’, estás en casa”.

martes, 3 de junio de 2014

Confort

Cada noche, al salir del trabajo, me recibe el mar. Está ahí, aliviando con su arrullo mis dolores.


martes, 13 de mayo de 2014

10 de Mayo



Le dijo “hoy no trabajes, es Día de las Madres”. 
“Vete a la fregada” obtuvo como respuesta.

martes, 18 de marzo de 2014

Please allow me to introduce myself


Esa noche Mick tenía ganas de oír música. Después de su paseo matutino en trajinera por los canales de Xochimilco, tenía ganas de escuchar música.

Preguntó en el lobby del hotel donde se hospedaba dónde había un bar cerca con música en vivo. Le dieron la dirección de un bar gay en la colonia Roma. Salió del hotel e hizo señas a un taxi.

 -  ¿A dónde lo llevo joven? Preguntó el taxista. “Cantina con música” alcanzó a responder en español pues no recordó la dirección que le habían dado. “¿Qué tipo de música?” volvió a preguntar el taxista.
-          “Any kind, cualquiera”, dijo.
El taxista se enfiló al centro de la ciudad. “Conozco un centro nocturno” le dijo. “Tiene buna música y guapas muchachas”. Detuvo el auto en la calle Brasil, frente al Bar León. “Aquí es”, le dijo.

Mick pagó al taxista y entró al lugar. Se sentó al bar y pidió una cerveza. El bar le recordó al Marquee Club, en Londres, donde solía tocar con su banda. Pequeño, pocas mesas alrededor del escenario donde un grupo llamado Recuerdos del Son tocaba música cubana. 

Las notas de “EL cuarto de Tula” inundaban el ambiente. Mick movía la cabeza al disfrutar la música. Vio varias parejas bailando e hizo algunos movimientos con los pies. Una chica enfundada en un entallado vestido rojo lo miraba a unos cuantos pasos. Al fin se acercó y le preguntó “¿bailas guapo?”. “No thank you”, Mick repondió.

Pero no pudo más. El vocalista del grupo cantaba “de Alto Cedro voy para Marcané...” cuando Mick se paró a bailar. En la pista de baile daba palmaditas y alzaba los brazos. La mujer vestida de rojo se acercó a bailar con él. Los movimientos  de Mick parecían los de un gato cortejando a una gata. Giraba y movía los brazos, la miraba a los ojos cuando la rodeaba por la cintura. Al terminar la canción hizo una referencia de agradecimiento a la mujer, dejó una propina en el bar y salió del lugar.

En el taxi de regreso al hotel, la música seguía en su mente, mezclaba las frases de algunas canciones “Please allow me to introduce myself, el cariño que te tengo no te lo puedo negar”. Mañana sería su turno de dirigir el concierto, de hacer música con su banda. Mañana sería el amo del escenario.

 “Be ready, Mexico City” pensó cuando el taxi entraba en la aún oscura madrugada.


domingo, 9 de marzo de 2014

Amgüey



Por fin asistí hoy a una reunión a las que Poli me ha estado invitando. “Nos estamos reuniendo muchos en Salinas”, me dijo. “Estamos haciendo lo mismo que usted”.

Poli vive en Greenfield, y varias veces ha pasado a la biblioteca, donde enseño un curso de computación, para invitarme a las reuniones de su organización. Creí que estaba participando en la formación de un “Club de Paisanos”, esas organizaciones de personas originarias de pueblos de México que mandan dinero para mejorar sus plazas e iglesias. Es interesante que quieran hacer clases de computación, pensé.

Después de perderme dos reuniones por fin pude hoy ir a una de ellas. Me citó a  las 8 de la noche en el 614 de Airport Blvb., en Salinas. “Ah ya conozco ese lugar” me dije. Es donde están las oficinas de Clínicas de Salud. Pero no era ahí. Era adelante, en una sala para conferencias de algo que parecía una iglesia.

Poli me recibió y entramos a la sala, había unas 200 personas, todas vestidas de traje negro. Me dio una mala vibra. “Tiene algo que ver con alguna religión?” Le pregunté, no me gusta que traten de hacerme cambiar de religión. “No, no se trata de religión”, me aseguró.

Un tipo vestido de negro, que al principio pensé que era de Oaxaca (después dijo que era de Guanajuato), daba una presentación entre Og Mandino y Piolín de la Mañana. “¿A qué venimos a éste país?” preguntaba. “A triunfar”, respondía un público furibundo.
El tipo conmovió con un discurso en que describía las duras condiciones de los migrantes en California, “se la pasan trabajando para ganar un salario que no les alcanza ni para pagar la renta”. Nada que no supiéramos, pero fue aplaudido a rabiar.

“Tenemos que ayudar a esa gente a ganar dinero”, dijo el tipo de negro. “Lo que les propongo es simple, dejen de comprar allá y compren acá, y nosotros les pagamos por comprar, así de simple”. El tipo dijo que mínimo tenían que comprar 400 dólares en productos y al final del mes te llegaba a domicilio un cheque por 12 dólares. Si comprabas más, obviamente, te llegaba más dinero y si convencías a más gente de hacer lo mismo, te pagaban por eso también. Ah, y para ser miembro del club tenías que pagar 280 dólares. De ser simple “socio” pasabas a la categoría “platino” y podías llegar a ser “diamante” súper millonario que ya no tienen que trabajar. 

“Estos nada más quieren nuestro dinero”, me dijo Raymundo, otro de los invitados. “Así es”, asentí. Y lamenté que en lugar de reunirse para organizarse en sindicatos, se reunían para hacer compras por Internet. Pobre César Chávez.

Eso no era para mí, pero decidí quedarme hasta el final de la reunión. Al final le reclamé a Poli porqué me había dicho que hacían lo mismo que yo. “Pensé que estaban organizando clases de computación”, le reclamé. “No”, me respondió. “Le dije que hacíamos lo mismo que usted, y me refería al consumo. Usted consume, al igual que nosotros”.


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