Era un 22
de febrero, celebrábamos el Día del Agrónomo, -y mi cumpleaños-. Era el único
día en que las autoridades de Chapingo permitían, de hecho proporcionaban,
cervezas en los comedores de la universidad.
Nos hicimos
de cuantas chelas pudimos cargar para ya no tener que regresar. De pronto un
grupo de mariachis apareció en la puerta del comedor tocando La Vikina.
Seguimos comiendo y celebrando. El mariachi se acercaba a cada mesa para
complacer con peticiones.
Cuando vino
a la nuestra mis compañeros me dejaron elegir la canción (era mi cumpleaños ¿ya
les dije?) y pedí Luz de Luna, de nuestro querido Negro (déjenme decirles que
aún tengo resentimiento que los pinches estudiantes hayan decidido nombrar
Álvaro Carrillo al auditorio principal, en lugar de Emiliano Zapata) pero en
fin.
Al momento
que mencionaba el título de la canción, los ojos del cantante se iluminaron.
Pensé que no se la sabían, pero ¡carajo! ¡Venían a Chapingo y por lo menos
tenían que haber ensayado una de nuestro Santo Patrono. Resulta que se sabían varias, sí hicieron la
tarea.
Ya
borrachos, estuvimos casi una hora cantando canciones con el mariachi, parecía
que no se quería ir de nuestra mesa. “Muchachos, para despedirnos por favor
toquen Huapango, de Moncayo” les dije con ánimo de correrlos, sabiendo que esa
sí no la tocarían.
¡Y que se
arrancan! Memorable interpretación. Una delicia. El cantante al final me dijo
que eran miembros de la Filarmónica de Texcoco, pero no ganaban mucho dinero y
para ganar algo extra, formaron el mariachi y tocaban en cantinas.
“Ya estaba
yo decepcionado de no poder tocar la música que me gusta”, me dijo. “Pero esta
noche tú me enseñaste que la música tiene muchas caras, pude ver a Pablo
saludando a Álvaro y eso es de lo que se trata esto”.
¡Salud!
Brindé con mi Victoria.
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